"Los animales nunca se equivocan acerca de lo que les conviene o no: su instinto sólo les permite acertar"
Esta aseveración es parte de un estudio sobre teorías
de toma de decisiones ante un conflicto ético. Básicamente, plantea que
los animales no tienen ningún conflicto de toma de decisiones, no tienen que pasar
por el angustioso proceso de decidir entre bueno y malo, conveniente o
inconveniente, moral o inmoral. Su instinto los prepara para actuar de
inmediato a satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, seguridad y de
afecto.
Los seres humanos, superiores y pensantes, con
frecuencia nos enfrentamos a situaciones conflictivas o dilemas que exigen
decisiones. La necesidad de esa toma de decisiones ocurre frente a
dilemas que surgen cuando se tienen dos o más alternativas que presentan
condiciones de incertidumbre para actuar bien.
En mis clases de sociología en la universidad, si mal
no recuerdo, aprendí que las necesidades humanas tienen la característica de
ser ilimitadas casi hasta el infinito. Por tanto, nosotros los seres humanos,
desde los más civilizados a los más primitivos, buscamos primeramente tener
cubiertas aquellas necesidades más básicas como son: subsistencia, protección y
afecto. Pero eso que aprendí en sociología, lo puse en duda por la curiosa
estampa con la que me encontré en el supermercado hoy.
Al momento de pagar lo que había comprado,
escogí la caja registradora donde menos personas había,
aunque suena lógico no siempre lo hago. Tengo cierta fascinación con las filas
largas -debe ser algún remanente de una vida pasada como comunista- bueno, el
asunto es que en esa caja registradora sólo estaban en turno un hombre joven, una señora mayor -asumo que es su
madre-, un paquete de pañales desechables para niños -pampers en boricua-, una
cajetilla de cigarrillos Winston y una cajetilla de Newport. A pesar de
que el joven y la señora eran los únicos delante de mí, la fila no avanzaba
porque la cajera estaba esperando que los susodichos clientes terminaran un muy
difícil proceso de toma de decisiones.
Resulta que la cajera les había indicado que su
tarjeta de débito había sido declinada y tanto el joven padre -asumí que era el
padre del bebé, ¿qué otro hombre sale a comprar pañales a un bebé? - y la
abuela- asumí era su madre, ¿qué otra mujer mayor saldría con un joven a
comprar pañales? - estaban debatiéndose cuáles de los artículos tenían que descartar;
si los Winston de él, los Newport de ella o los pañales del bebé.
Esta era la difícil decisión, el gran dilema al que se
enfrentaban; escoger entre un producto diseñado para la salubridad y confort del
bebé o un producto que ha matado por décadas a miles de personas. Ambos se
miraban sin ninguno atreverse a decirle al otro: “deja el tuyo”, sólo se
quedaban ahí, embelesados y concentrados – siempre he admirado en los fumadores
esa habilidad- cada uno con los ojos fijos en su necesidad más básica y
superior. Mientras la cajera mostraba síntomas de que la paciencia se le
agotaba, yo, esperaba ansioso el punto culminante de esta historia, digna
de una tele drama mexicano.
Mientras esperaba por el desenlace, reflexionaba sobre
la frase con que comencé este relato sobre el instinto de los animales y me
preguntaba si los actores fueran animales; ¿qué decisión tomaría un padre
pingüino que incuba el huevo mientras la hembra se regresa al mar para
alimentarse? o ¿qué escogería un macho caballito de mar, que tiene fama de buen padre debido a que es el macho
quien sufre el embarazo? o
¿qué escogería si fuera un zorro rojo que, mientras la hembra amamanta las
crías, él proporciona los alimentos cada cuatro a seis horas?
El asunto es que nuestras “joyas de la creación” tomaron
una decisión salomónica, que en boricua quiere decir la más fácil, no la más
sabia. Sin inmutarse, madre e hijo, le indicaron a la cajera: “ok, elimina
los pampers” y procedió la cajera a cobrar los Winston y Newport, mientras
colocaba los pañales en una esquina.
Vi alejarse a madre e hijo sin ningún
sentido de culpa ni arrepentimiento, haciéndonos sentir a la cajera y a mí como
los únicos con algún dilema ético. Ellos actuaron así, por instinto, sin la
mínima duda de equivocarse como lo haría la madre loba cuando caza o protege a
su cría.
Después de presenciar la prioridad valorativa que
tienen en la vida las personas padecen algún vicio, me imaginé al padre y a la
abuela del bebé observando orgullosamente al niño inundado en una piscina de
orina o, si tiene tendencias artísticas, creando alguna obra de arte con
sus heces fecales
Eso sí, a los tres, los imaginé sosteniendo
con estilo un cigarrillo humeante en la mano.
Dr. Miguel Ángel Zayas
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